Ilustración de Vadim Konopkin para el relato de Platónov (1988) |
Relato corto de Andrey Platónov del año 1937. A través de un ambiente que conoce bien por haber sido él mismo trabajador ferroviario en los años posteriores a la Revolución, el autor dedica este relato a una de las inquietudes que marcaron el conjunto de su obra: la relación entre la Naturaleza, el Hombre y el Trabajo.
Autor: Andrey Platónov
Traducido por Antonio Airapétov
1
Aleksandr
Vasílyevich Máltsev estaba considerado como el mejor conductor de
locomotoras del depósito de trenes de Tolubéyev. Aunque tenía unos
treinta años, ya era conductor de primera clase y llevaba mucho
tiempo conduciendo trenes rápidos. Cuando la primera locomotora para
trenes de pasajeros de la potente
serie IS llegó al depósito, Máltsev fue asignado para trabajar con
ella, algo razonable y apropiado. Su ayudante era un hombre mayor
llamado Fiódor Petróvich Drabánov, un operario del depósito, que
pronto, sin embargo, aprobó el examen de conductor y se marchó para
trabajar con otra locomotora. Así que me asignaron a mi para
trabajar en el equipo de Máltsev como ayudante. Previamente ya había
ejercido de ayudante de mecánico pero en una vieja locomotora vieja
y de escasa potencia.
Yo
estaba contento con mi destino . La locomotora IS, la única de ese
modelo que por entonces había en nuestro tramo, me entusiasmaba solo
con verla, podía pasar largos ratos mirándola y una especial y
conmovida alegría despertaba en mi, tan bella como la que había
sentido en la infancia al leer por vez primera los versos de Pushkin.
Además, yo siempre había querido trabajar en el equipo de un
mecánico de primera clase para aprender de él el arte de la
conducción de los pesados expresos.
Aleksandr
Vasílyevich se tomó mi nombramiento con tranquilidad e
indiferencia: estaba visto que le daba igual a quién tuviera de
ayudante.
Como
era costumbre antes del viaje, repasé todas las piezas de la
máquina, comprobé todos los mecanismos principales y los de apoyo,
y me quedé tranquilo al considerar que el vehículo estaba listo
para el viaje. Aleksandr Vasílyevich había observado y supervisado
mi trabajo, pero, cuando terminé, repasó nuevamente el estado de la
máquina con sus propias manos, como si
no confiara en mi.
Y
así continuó siendo en lo sucesivo. Llegué a acostumbrarme a que
Aleksandr Vasílyevich se inmiscuyera constantemente en mis
funciones, aunque por dentro me disgustaba. Pero habitualmente el
disgusto se me pasaba tan pronto como nos poníamos en movimiento.
Olvidándome de los aparatos que controlaban el estado de la
locomotora en marcha, de vigilar la vía que teníamos por delante y
del funcionamiento de la máquina del lado izquierdo, yo miraba a
Máltsev. Conducía el tren con la audaz determinación de un gran
maestro, con la concentración del artista en plena inspiración que
había incluido en su vivencia personal el mundo exterior y por eso
lo dominaba. Los ojos de Aleksandr Vasílyevich miraban hacia delante
distraídamente, como vacíos, pero yo sabía que con ellos veía el
camino y toda la naturaleza que se precipitaba a nuestro encuentro:
hasta un gorrión barrido de la pendiente del terraplén por el
viento de la máquina que penetraba el espacio, hasta ese gorrión
atraía la atención de Máltsev que le seguía con un fugaz
movimiento de cabeza para saber qué sería de él a nuestro paso y
hacia dónde emprendería su vuelo.
Nunca
llegábamos tarde por culpa nuestra; al contrario, con frecuencia nos
retenían en las estaciones intermedias que debíamos pasar de largo
porque íbamos con adelanto y mediante esas paradas nos restituían
al horario previsto.
Normalmente
trabajábamos en silencio; solo de vez en cuando Aleksandr
Vasílyevich, sin volverse hacia mi, golpeaba la caldera con una
llave llamando mi atención sobre algún desajuste en el
funcionamiento de la máquina o haciéndome estar alerta ante algún
cambio brusco en dicho funcionamiento. Yo siempre entendía esas
silenciosas indicaciones de mi compañero y superior, y trabajaba con
plena dedicación, aunque el mecánico siguiera tratándome
distanciadamente, igual que al fogonero, y en las paradas siguiera
revisando los engrasadores a presión, el ajuste de los tornillos en
las bielas, los bujes de los ejes propulsores y todo lo demás.
Recién acababa yo de revisar y engrasar alguna superficie de
rozamiento, Máltsev la volvía a revisar y a engrasar como si no
considerara válida mi labor.
-
Aleksandr Vasílyevich, ya he comprobado esa cruceta, - le dije una
vez cuando se puso a comprobar esa pieza después de mi.
-
Quiero verla yo mismo, - contestó Máltsev sonriendo, y en su
sonrisa había una tristeza que me asombró.
Más
tarde comprendí el significado de su tristeza y la razón de su
permanente indiferencia hacia nosotros. Él era consciente de su
superiodidad sobre nosotros porque entendía con mayor exactitud la
máquina y no pensaba que yo o cualquier otro pudiera entender el
misterio de su talento, el misterio que le permitía ver al mismo
tiempo al pasajero gorrión y la señal de enfrente, sintiendo al
mismo tiempo la vía, el peso del tren y el esfuerzo de la máquina.
Claro que entendía que podríamos superarle en empeño y dedicación,
pero no podía imaginar que pudiéramos amar más que él la
locomotora o conducir mejor un tren. Pensaba que era imposible
hacerlo mejor. Por eso Máltsev se sentía triste en nuestra
compañía, se aburría en su talento como se aburre uno en soledad,
sin saber expresarlo de una manera que nosotros pudiéramos entender.
Y
en verdad nosotros no podíamos alcanzar su destreza. Una vez le pedí
que me dejara llevar el tren; Aleksandr Vasílyevich me permitió
conducir unos cuarenta kilómetros y se sentó en el lugar del
ayudante. Conduje y en veinte kilómetros ya acumulábamos un retraso
de cuatro minutos. Llegaba al final de las pendientes prolongadas con
una velocidad no superior a treinta kilómetros por hora. Luego
condujo Máltsev: él subía las cuestas a cincuenta kilómetros, la
locomotora no se le inclinaba hacia un lado al tomar las curvas como
me pasaba a mi y enseguida recuperamos el tiempo que habíamos
perdido conmigo.
2
Trabajé
como ayudante de Máltsev durante casi un año, entre agosto y julio,
y el 5 de julio Máltsev realizó su último viaje como conductor de
expreso...
Tomamos
un tren de pasajeros de ochenta ejes que venía con un retraso de
cuatro horas. El controlador se acercó a la locomotora
específicamente para pedir a Aleksandr Vasílyevich que redujera en
la medida de lo posible el retraso para dejarlo, al menos, en tres
horas, o tendría dificultades para dejar paso a un tren sin carga
por la vía de al lado. Máltsev le prometió recuperar el tiempo y
nos pusimos en marcha.
Eran
las ocho de la tarde pero el veraniego día se alargaba y el sol
brillaba con la misma solemne fuerza con la que brilla por la mañana.
Aleksandr Vasílyevich me ordenó que mantuviera la presión del
vapor en la caldera solo media atmósfera por debajo del límite.
En
media hora salimos a la estepa, a un relieve de perfil suave y
tranquilo. Máltsev aumentó la velocidad de la marcha hasta los
noventa kilómetros y no bajaba de ahí; al contrario, en las rectas
y en las pequeñas pendientes aumentaba hasta los cien. En las
subidas yo forzaba al máximo la combustión y obligaba al fogonero a
introducir carbón a mano en el hogar para impedir que bajara el
vapor en la caldera.
Máltsev
apretaba la marcha abriendo al máximo el regulador y cerrando por
completo el inversor. Ahora nos dirigíamos hacia un gran nubarrón
que estaba asomando sobre el horizonte. De nuestro lado, el nubarrón
estaba iluminado por el sol y desde dentro estaba siendo desgarrado
por furiosos y violentos relámpagos; nosotros contemplábamos como
sus filos se clavaban verticalmente en la silenciosa y lejana tierra
y nos alocadamente nos precipitábamos hacia delante, como acudiendo
en su ayuda. Aleksandr Vasílyevich se sentía visiblemente atraído
por el espectáculo: estaba muy asomado por la ventanilla, mirando
hacia delante, y sus ojos, acostumbrados al humo, al fuego y al
espacio, ahora brillaban entusiasmados. Él comprendía que la fuerza
y el poder de nuestra máquina era comparable a la fuerza de la
tormenta, y quizás ello le hacía enorgullecerse.
Pronto
nos percatamos de un torbellino de polvo que corría por la estepa a
nuestro encuentro. Eso significaba que la nube de tormenta también
venía de frente hacia nosotros. La luz oscureció alrededor nuestro,
la arena y la reseca tierra de la estepa silbaron y a rechinaron
contra el metálico cuerpo de la locomotora, perdimos visibilidad. Yo
arranqué la turbodinamo para alimentar la iluminación y encendí el
faro frontal de la locomotora. Ahora nos costaba respirar por el
caliente polvo del torbellino que entraba en la cabina con redoblada
fuerza al empujar nosotros en el sentido contrario, por los gases de
la combustión y por la súbita oscuridad que nos había envuelto. La
locomotora se abría camino aullando a través de turbias y
asfixiantes tinieblas, hacia la brecha abierta por la luz del faro
frontal. La velocidad cayó hasta los sesenta kilómetros, nosotros
seguíamos trabajando y mirando hacia delante como en un sueño.
De
repente una pesada gota golpeó el parabrisas y al momento se secó,
apurada por el árido viento. A continuación una instantánea luz
azul prendió en mis pestañas y me penetró hasta lo hondo de mi
estremecido corazón; me agarré de la llave del inyector pero el
dolor en el corazón ya se había ido. Enseguida volví la vista
hacia donde se encontraba Máltsev: él seguía mirando de frente y
conduciendo la locomotora sin cambiar de expresión en su rostro.
-
¿Qué fue eso? - pregunté al fogonero.
-
Un rayo, - contestó. - Fue a darnos pero falló por un poquito.
Máltsev
oyó lo que decíamos.
-
¿Qué rayo? - preguntó alzando la voz.
-
El que hubo ahora, - pronunció el fogonero.
-
No lo he visto, - dijo Máltsev y se volvió nuevamente hacia fuera.
-
¿Que no lo ha visto? - se sorprendió el fogonero. - Yo pensaba que
había explotado la caldera, de la luz que había, ¡y él dice que
no lo ha visto!
Yo
también dudé de que hubiera sido un rayo.
-
¿Y el trueno? - pregunté.
-
El trueno lo dejamos atrás, - aclaró el fogonero. - El trueno
siempre suena más tarde: para cuando había golpeado el aire,
nosotros ya habíamos pasado de largo. A lo mejor, los pasajeros,
como estaban atrás, lo escucharon.
Luego
entramos en el aguacero pero pronto lo rebasamos y salimos a
la oscura y calmada estepa sobre la que reposaban, mansas y
agotadas, las nubes.
La
oscuridad se hizo total y empezó una tranquila noche. Llegaba hasta
nosotros el olor de la tierra húmeda y los aromas de las hierbas y
de los trigales empapados por la lluvia y la tormenta, mientras
nosotros nos precipitábamos hacia delante recuperando el tiempo
perdido.
Me
di cuenta de que Máltsev estaba conduciendo peor: nos inclinábamos
en las curvas y la velocidad ora subía hasta los ciento y pico
kilómetros, ora bajaba a los cuarenta. Pensé que Aleksandr
Vasílyevich debía de estar fatigado y por eso no le dije nada,
aunque me costaba mucho mantener un ritmo de trabajo óptimo con esa
forma de conducir. Sin embargo, en media hora deberíamos parar para
coger agua y en la parada Aleksandr Vasílyevich podría comer algo y
descansar un poco. Ya habíamos recuperado cuarenta minutos y
recuperaríamos al menos otra hora antes del final de nuestro tramo.
Pese
a ello, me preocupó el cansancio de Máltsev y yo mismo empecé a
mirar atentamente hacia delante, hacia la vía y las señales. En mi
lado, sobre la máquina izquierda, estaba suspendida una lámpara
eléctrica encendida que iluminaba el agitado movimiento de las
bielas. Yo veía bien su intenso y seguro funcionamiento pero
entonces la lámpara perdió fuerza y empezó a alumbrar con escasa
potencia, como una vela. Me volví hacia la cabina. Allí todas las
lámparas alumbraban ahora a un cuarto de potencia, apenas iluminando
los aparatos. Era extraño que Aleksandr Vasílyevich no me hubiera
advertido de tal fallo en ese momento con unos golpes de llave. Era
evidente que la turbodinamo no estaba dando las debidas revoluciones
y la tensión se había desplomado. Intenté regular la turbodinamo a
través del conducto de vapor y perdí mucho tiempo con el ingenio
sin conseguir elevar la tensión.
En
ese momento una mancha difuminada de luz roja pasó por las pantallas
de los aparatos y por el techo de la cabina. Me asomé.
Delante,
en la oscuridad, sin verse claramente si cerca o lejos, una línea de
luz roja oscilaba sobre nuestra vía. No entendí lo que era pero
supe lo que había que hacer.
-
¡Aleksandr Vasílyevich! - le grité y di tres bocinazos en señal
de parada.
Se
oyeron las explosiones de los petardos bajo nuestras llantas. Me
lancé hacia Máltsev, quien giró hacia mi su rostro y me miró con
ojos serenos y vacíos. La aguja del tacómetro señalaba una
velocidad de sesenta kilómetros.
-
¡Máltsev! - grité. - ¡Estamos pisando petardos! - y alargué la
mano hacia el mando.
-
¡Fuera! - exclamó Máltsev y sus ojos resplandecieron con el
reflejo de la débil luz que iluminaba el tacómetro.
Al
momento activó el freno de emergencia y cambió la posición del
inversor.
Yo
fui aplastado contra la caldera mientras oía como aullaban las
llantas raspando los raíles.
-
¡Máltsev! - dije. - Hay que abrir las llaves de los cilindros o se
romperá la máquina.
-
¡No! ¡No se romperá! - contestó Máltsev.
Nos
detuvimos. Bombeé agua en la caldera con el inyector y me asomé.
Delante nuestra, a unos diez metros, había una locomotora con el
ténder mirando hacia nosotros. Sobre el ténder se encontraba una
persona que tenía en las manos un largo atizador con un extremo al
rojo vivo que agitaba intentando parar el tren expreso. Se trataba de
una locomotora de empuje de un tren de mercancías que se había
parado entre dos estaciones.
Así
que mientras yo intentaba arreglar la turbodinamo sin mirar al
frente, pasamos un semáforo en amarillo, luego otro en rojo, y
probablemente más de una señal de aviso de los guardavías. ¿Pero
por qué Máltsev no se había percatado de las señales?
-
¡Kostia! - me llamó Aleksandr Vasílyevich.
Me
acerqué a él.
-
¡Kostia! ¿Qué tenemos delante?
Se
lo expliqué.
-
Kostia... sigue conduciendo tú la locomotora. Me he quedado ciego.
Al
día siguiente llevé a nuestra estación el tren de vuelta
y entregué la locomotora en el depósito porque dos ejes habían
sufrido un ligero desplazamiento de las llantas. Tras informar al
jefe del depósito del incidente, llevé a Máltsev de la mano hasta
su domicilio. El propio Máltsev se encontraba profundamente
deprimido y no fue a hablar con el jefe del depósito.
Aún
no habíamos llegado hasta esa casa de la calle cubierta de hierbas
en que vivía Máltsev cuando me pidió que le dejase solo.
-
No puedo, - contesté. - Aleksandr Vasílyevich, es usted un
invidente.
Me
miró con ojos claros y pensativos.
-
Ahora puedo verlo todo, vete a casa... Lo veo todo, mira, allí está
mi mujer que ha salido a mi encuentro.
En
la puerta de la casa en que vivía Máltsev había efectivamente una
mujer expectante, la mujer de Aleksandr Vasílyevich, y su negro
cabello brillaba al sol.
-
¿Tiene la cabeza cubierta o descubierta? - le pregunté.
-
Descubierta, - contestó Máltsev. - ¿Quién está ciego: tú o yo?
-
Pues nada, entonces tú verás, - resolví yo y me aparté de
Máltsev.
3
Máltsev
fue llevado ante los tribunales y empezó la investigación. El juez
instructor me citó para preguntar lo que pensaba sobre el incidente
del tren expreso. Yo contesté que no pensaba que Máltsev fuera
culpable.
-
Perdió la vista por una descarga cercana, por el golpe de un rayo, -
dije al instructor. - Sufrió una conmoción y el nervio óptico fue
dañado... No sé cómo expresarlo con precisión.
-
Le entiendo, - pronunció el instructor, - habla usted con precisión.
Todo eso es posible pero no responde a los hechos. El propio Máltsev
ha declarado no haber visto el rayo.
-
Yo mismo lo vi, y también el fogonero.
-
Así que el rayo golpeó más cerca de ustedes que de Máltsev, -
razonaba el instructor. - Entonces ¿por qué ni el fogonero ni usted
sufrieron conmoción o se quedaron ciegos, mientras que el conductor
Máltsev padeció una conmoción del nervio óptico y se quedó
ciego? ¿Por qué, cree usted, que fue así?
Desconcertado,
me quedé pensando.
-
Máltsev no pudo haber visto el rayo, - dije.
El
instructor me escuchaba extrañado.
-
No pudo haberlo visto. Se quedó ciego instantáneamente: por el
golpe de la onda electromagnética que precede al relámpago. El
relámpago es una consecuencia de la descarga, no la causa del rayo.
Máltsev ya estaba ciego cuando vimos el relámpago y por eso no pudo
haberlo visto.
-
Interesante, - sonrió el instructor. - Yo cerraría el caso de
Máltsev si ahora también siguiera ciego. Pero usted sabe que ahora
él ve igual que cualquiera de nosotros.
-
Sí, es verdad, - le di la razón.
-
¿Estaba ciego, - proseguía el instructor, - cuando dirigió a
una enorme velocidad el tren expreso contra la cola del tren de
mercancías?
-
Lo estaba, - me ratifiqué.
El
instructor me miró atentamente.
-
¿Entonces por qué no entregó el mando de la locomotora a usted? ¿O
al menos por qué no le ordenó detener el tren?
-
No lo sé, - dije.
-
Lo ve, - seguía el instructor. - Un hombre adulto y consciente
dirige la locomotora de un tren expreso llevando a cientos de
personas hacia una muerte segura, evita por casualidad la catástrofe,
y luego se justifica diciendo que se había quedado ciego. ¿Qué es
esto?
-
¡Pero si él mismo también habría muerto! - digo.
-
Probablemente. Pero me interesan más las vidas de cientos de
personas que la de una sola. A lo mejor, él tenía sus motivos para
morir.
-
No los tenía, - dije yo.
El
instructor se volvió indiferente; ya se había aburrido de mi como
de un estúpido.
-
Lo sabe usted todo, salvo lo más importante, - meditando
pausadamente dijo él. - Puede usted marchar.
Del
instructor me dirigí al piso de Máltsev.
-
Aleksandr Vasílyevich, - le dije, - ¿por qué no me pidió usted
ayuda cuando se quedó ciego?
-
Porque podía ver, - contestó él. - ¿Para qué te iba a necesitar?
-
¿Qué es lo que veía?
-
Todo: la vía, las señales, el trigo en la estepa, el funcionamiento
de la máquina derecha... lo veía todo...
Quedé
desconcertado.
-
¿Entonces qué le pasó? Pasó de largo todos los avisos, se dirigía
directamente a la cola del otro tren...
El
ex mecánico de primera clase se quedó entristecido pensando y
me contestó con voz apagada, como si hablara para sí mismo:
-
Me había acostumbrado a ver la luz y pensaba que la estaba viendo,
pero en realidad la estaba viendo solo en mi mente, en mi
imaginación. En realidad, estaba ciego, pero yo no lo sabía. Ni
siquiera creí en los petardos, aunque los escuché: pensé que había
oído mal. Y cuando tú diste los bocinazos de parada y me gritaste,
yo estaba viendo delante una señal en verde, no lo entendí al
momento.
Ahora
comprendí a Máltsev pero no sabía por qué no había explicado al
instructor que, tras haberse quedado ciego, aún durante mucho tiempo
siguió viendo el mundo en su imaginación creyéndolo real. Se lo
pregunté a Aleksandr Vasílyevich.
-
Se lo dije, - contestó Máltsev.
-
¿Y él qué dijo?
-
"Eso, dijo, era su imaginación; a lo mejor también ahora está
usted imaginando algo, no lo puedo saber. Yo lo que necesito es
establecer los hechos, no su imaginación o sus pareceres. Su
imaginación, tanto si existió como si no, yo no la puedo comprobar,
existió solo en su cabeza, solo son sus palabras, pero la catástrofe
que estuvo a punto de suceder, eso es real."
-
Tiene razón, - dije.
-
Ya sé que tiene razón, - asintió el conductor. - Yo también tengo
razón, no soy culpable. ¿Qué va a pasar ahora?
-
Irás a la cárcel, - le comuniqué.
4
Máltsev
fue encarcelado. Yo seguía haciendo de ayudante pero ya con otro
conductor: un viejo precavido que frenaba el tren un kilómetro antes
del semáforo en amarillo, de manera que, cuando llegábamos hasta
él, la señal ya había cambiado a verde y el viejo volvía a
arrastrar el tren hacia delante. Eso no era trabajo, yo echaba de
menos a Máltsev.
En
invierno pasé por la capital regional y visité a mi hermano, un
estudiante que vivía en una residencia universitaria. En el
transcurso de la conversación salió que en la universidad, en el
laboratorio de física, tenían un transformador Tesla para producir
rayos artificiales. Una idea, todavía no muy clara, me empezó a
rondar la cabeza.
Al
volver a casa, recapacité algo más sobre el transformador Tesla y
llegué a la conclusión de que estaba en lo cierto. Escribí una
carta al instructor que en su momento había llevado el caso de
Máltsev pidiéndole que sometiera al recluso Máltsev a una prueba
para valorar el efecto que le causaban las descargas eléctricas. Si
se demostraba que la mente o los órganos de visión de Máltsev eran
vulnerables a una descarga eléctrica próxima y repentina, sería
necesario revisar su caso. Indiqué al instructor dónde se
encontraba la Tesla y cómo habría que realizar el experimento con
el hombre.
El
instructor tardó mucho en contestar pero luego me informó de que el
fiscal regional había aceptado llevar a cabo el peritaje propuesto
en el laboratorio universitario de física.
En
unos días me llegó una citación del instructor. Acudí emocionado,
seguro de antemano de que el caso de Máltsev tendría un desenlace
feliz.
El
instructor me saludó pero luego permaneció durante un largo tiempo
en silencio, leyendo un papel con ojos tristes y yo iba perdiendo la
esperanza.
-
Ha fallado usted a su amigo, - dijo el instructor a continuación.
-
¿Por qué? ¿Se mantiene la sentencia?
-
No. Dejaremos a Máltsev en libertad. La orden ya ha salido, es
posible que Máltsev ya esté en su casa.
-
Se lo agradezco. - Me levanté delante del instructor.
-
Pues nosotros no se lo agradecemos. Nos ha dado un mal consejo.
Máltsev ha vuelto a perder la vista...
Me
senté en la silla, muy cansado. El alma se me había consumido de
repente y me sentí sediento.
-
Los peritos hicieron pasar a Máltsev, sin previo aviso, bajo el
transformador Tesla, - me explicó el instructor. - Conectaron la
corriente, se produjo un rayo y sonó un golpe seco. Máltsev pasó
sin inmutarse pero ahora vuelve a no ver la luz: un dictamen
médico-forense lo ha constatado de manera científica.
El
instructor bebió agua y añadió:
-
Ahora vuelve a ver el mundo solo en su imaginación... Es usted su
compañero, ayúdele.
-
Puede que aún le vuelva la vista, - expresé yo mi esperanza, - como
pasó aquella vez, después de lo de la locomotra...
El
inspector pensó.
-
Difícilmente... Aquella lesión fue la primera, esta ya es la
segunda. Una herida sobre otra.
Y
sin poder contenerse más, el instructor se levantó e, inquieto,
empezó a recorrer la habitación.
-
Yo tengo la culpa... ¡Por qué le escucharía? ¿Por qué como un
estúpido insistí en el peritaje! Expuse a un hombre a un riesgo que
él no pudo soportar.
-
Usted no tiene la culpa, usted no lo expuso al riesgo, - consolé al
instructor. - ¿Qué es mejor: un hombre ciego pero libre o un
inocente recluido que puede ver?
-
Yo no sabía que tendría que probar la inocencia de ese hombre a
costa de su desgracia, - dijo el instructor. - Es un precio demasiado
alto.
-
Usted es instructor, - le expliqué. - Debe saberlo todo sobre un
hombre, incluso aquello que él no sabe de sí mismo...
-
Le entiendo, tiene usted razón, - pronunció el instructor con voz
apagada.
-
No se atormente, camarada instructor... En este caso, los hechos
estaban dentro de la persona mientras usted solamente los buscaba
fuera. Pero usted supo entender su falta y actuó de manera noble con
Máltsev. Yo le respeto.
-
Yo también a usted, - reconoció el instructor. - Sabe, podría ser
usted ayudante de instructor...
-
Gracias pero estoy ocupado: soy ayudante de conductor en una
locomotora de tren expreso.
Me
fui. Yo no era amigo de Máltsev y él tampoco me había tratado con
atención o preocupación. Pero quería protegerle de su amargo
destino, sentía un fuerte rencor contra las fatales fuerzas que
aleatoriamente y con indiferencia destruían a una persona; intuía
un secreto e inaprehensible cálculo en esas fuerzas, en el hecho de
que arruinasen precisamente a Máltsev y no, por ejemplo, a mi. Yo
comprendía que en la naturaleza no existe un cálculo en el sentido
humano, matemático, pero veía como se daban hechos que probaban la
existencia de unas circunstancias funestas, hostiles a la vida
humana, que derribaban a los mejores, a los elegidos. Sentí rabia y
decidí rebelarme, sin saber todavía cómo hacerlo.
5
Al
verano siguiente aprobé el examen de conductor y empecé llevar yo
mismo una locomotora de la serie SU en líneas locales de pasajeros.
Y casi siempre, cuando enganchaba la locomotora al tren estacionado
en la parada, veía a Máltsev sentado en un banco pintado.
Apoyándose con una mano en el bastón colocado entre sus piernas,
dirigía hacia la locomotora su apasionado y atento rostro con vacíos
ojos de ciego, inspiraba ávidamente el olor de la carbonilla y el
aceite y escuchaba fijamente el rítmico funcionamiento de la bomba
de vapor. Yo no tenía nada con qué consolarle y me iba mientras él
se quedaba.
Pasaba
el verano, yo trabajaba en la locomotora y con frecuencia veía a
Aleksandr Vasílyevich, no solamente en el andén de la estación
sino también por la calle, cuando caminaba lentamente tanteando el
camino con el bastón. Se había demacrado y envejecido en los
últimos tiempos; vivía con holgura, le habían asignado una
pensión, su mujer trabajaba, no tenían hijos, pero la pesadumbre y
el sinvivir carcomían a Aleksandr Vasílyevich, y su cuerpo
enflaquecía por la continua aflicción. A veces yo conversaba con él
pero me daba cuenta de que le aburría charlar de cosas
insignificantes y conformarse con el cortés consuelo de que un ciego
también es una persona totalmente válida y con derechos que yo le
ofrecía.
-
¡Largo! - decía él tras escuchar mis bienintencionadas palabras.
Pero
yo también tenía mi genio y una vez que él, como de costumbre, me
ordenó que me largase, le dije:
-
Mañana a las diez treinta llevaré un tren. Si te quedas sentado y
en silencio, te dejaré ir en la locomotora.
Máltsev
aceptó.
-
Está bien. Estaré tranquilo. Dame algo para tener en las manos, el
inversor, por ejemplo, no lo voy a mover.
-
¡Claro que no lo vas a mover! - le confirmé. - Si lo mueves, te
pondré un trozo de carbón en las manos y no volveré a subirte a la
locomotora.
El
ciego calló. Tenía tantas ganas de volver a estar en la locomotora
que se sometió a mi.
El
día siguiente le invité a cambiar el banco pintado por la
locomotora y bajé para ayudarle a subir a la cabina.
Cuando
nos pusimos en marcha, senté a Aleksandr Vasílyevich en mi lugar,
el de conductor, y le puse una mano en el inversor y otra en el freno
automático, y encima de sus manos puse las mías. Yo movía mis
manos según era necesario y sus manos trabajaban junto a las mías.
Máltsev permanecía en silencio y obediente, disfrutando del
movimiento de la locomotora, del viento en la cara y del trabajo. Se
concentró, olvidó su pena de invidente y una sosegada alegría
iluminó el demacrado rostro de ese hombre para el que la dicha
suprema estaba en sentir la máquina.
De
manera parecida hicimos el camino de vuelta. Máltsev se sentó en el
puesto del mecánico y yo me quedé de pie, inclinado junto a él,
con mis manos encima de las suyas. Máltsev ya se había adaptado tan
bien a esa forma de trabajar que me bastaba con una leve presión
sobre su mano para que él supiese exactamente lo que yo necesitaba
de él. El antaño gran maestro de la locomotora se afanaba en
superar la insuficiencia de visión y percibir el mundo por otros
medios para poder trabajar y justificar su existencia.
En
los tramos tranquilos incluso me apartaba de Máltsev y observaba el
camino que teníamos por delante desde el puesto de ayudante.
Nos
encontrábamos ya en los accesos a Tolubéyev; marchábamos sin
retraso y el trayecto de turno llegaba sin contratiempos a su fin.
Pero en el último trecho nos encontramos con un semáforo en
amarillo. Decidí no reducir la marcha antes de tiempo y nos
dirigimos hacia el semáforo a todo vapor. Máltsev estaba tranquilo,
con la mano izquierda en el inversor, y yo observaba a mi maestro con
una recóndita esperanza...
-
¡Corta el vapor! - me dijo Máltsev.
Yo
no dije nada, sufriendo con todo mi corazón.
Entonces
Máltsev se levantó de su sitio, alargó la mano hasta el regulador
y cortó el vapor.
-
Veo la luz amarilla, - dijo y tiró de la palanca del freno.
-
¡A lo mejor solo vuelves a imaginarte que ves la luz! - dije yo a
Máltsev.
Giró
su rostro hacia mi y lloró. Por respuesta, me acerqué y le besé.
-
Conduce la locomotora hasta el final, Aleksandr Vasílyevich, ¡ahora
ves la luz!
Terminó
de llevar la locomotora hasta Tolubéyev sin mi ayuda. Después del
trabajo, fui con Máltsev a su piso y allí nos quedamos sentados
toda la tarde y toda la noche.
Yo
temía dejarle solo, como a un hijo propio, desprotegido ante la
acción de súbitas y hostiles fuerzas de nuestro mundo bello y
feroz.
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