lunes, 4 de agosto de 2014

En un mundo bello y feroz

Ilustración de Vadim Konopkin
para el relato de Platónov (1988)



Relato corto de Andrey Platónov del año 1937. A través de un ambiente que conoce bien por haber sido él mismo trabajador ferroviario en los años posteriores a la Revolución, el autor dedica este relato a una de las inquietudes que marcaron el conjunto de su obra: la relación entre la Naturaleza, el Hombre y el Trabajo.

Autor: Andrey Platónov
Traducido por Antonio Airapétov


1

Aleksandr Vasílyevich Máltsev estaba considerado como el mejor conductor de locomotoras del depósito de trenes de Tolubéyev. Aunque tenía unos treinta años, ya era conductor de primera clase y llevaba mucho tiempo conduciendo trenes rápidos. Cuando la primera locomotora para trenes de pasajeros de la potente serie IS llegó al depósito, Máltsev fue asignado para trabajar con ella, algo razonable y apropiado. Su ayudante era un hombre mayor llamado Fiódor Petróvich Drabánov, un operario del depósito, que pronto, sin embargo, aprobó el examen de conductor y se marchó para trabajar con otra locomotora. Así que me asignaron a mi para trabajar en el equipo de Máltsev como ayudante. Previamente ya había ejercido de ayudante de mecánico pero en una vieja locomotora vieja y de escasa potencia.

Yo estaba contento con mi destino . La locomotora IS, la única de ese modelo que por entonces había en nuestro tramo, me entusiasmaba solo con verla, podía pasar largos ratos mirándola y una especial y conmovida alegría despertaba en mi, tan bella como la que había sentido en la infancia al leer por vez primera los versos de Pushkin. Además, yo siempre había querido trabajar en el equipo de un mecánico de primera clase para aprender de él el arte de la conducción de los pesados expresos.

Aleksandr Vasílyevich se tomó mi nombramiento con tranquilidad e indiferencia: estaba visto que le daba igual a quién tuviera de ayudante.

Como era costumbre antes del viaje, repasé todas las piezas de la máquina, comprobé todos los mecanismos principales y los de apoyo, y me quedé tranquilo al considerar que el vehículo estaba listo para el viaje. Aleksandr Vasílyevich había observado y supervisado mi trabajo, pero, cuando terminé, repasó nuevamente el estado de la máquina con sus propias manos, como si no confiara en mi.

Y así continuó siendo en lo sucesivo. Llegué a acostumbrarme a que Aleksandr Vasílyevich se inmiscuyera constantemente en mis funciones, aunque por dentro me disgustaba. Pero habitualmente el disgusto se me pasaba tan pronto como nos poníamos en movimiento. Olvidándome de los aparatos que controlaban el estado de la locomotora en marcha, de vigilar la vía que teníamos por delante y del funcionamiento de la máquina del lado izquierdo, yo miraba a Máltsev. Conducía el tren con la audaz determinación de un gran maestro, con la concentración del artista en plena inspiración que había incluido en su vivencia personal el mundo exterior y por eso lo dominaba. Los ojos de Aleksandr Vasílyevich miraban hacia delante distraídamente, como vacíos, pero yo sabía que con ellos veía el camino y toda la naturaleza que se precipitaba a nuestro encuentro: hasta un gorrión barrido de la pendiente del terraplén por el viento de la máquina que penetraba el espacio, hasta ese gorrión atraía la atención de Máltsev que le seguía con un fugaz movimiento de cabeza para saber qué sería de él a nuestro paso y hacia dónde emprendería su vuelo.

Nunca llegábamos tarde por culpa nuestra; al contrario, con frecuencia nos retenían en las estaciones intermedias que debíamos pasar de largo porque íbamos con adelanto y mediante esas paradas nos restituían al horario previsto.

Normalmente trabajábamos en silencio; solo de vez en cuando Aleksandr Vasílyevich, sin volverse hacia mi, golpeaba la caldera con una llave llamando mi atención sobre algún desajuste en el funcionamiento de la máquina o haciéndome estar alerta ante algún cambio brusco en dicho funcionamiento. Yo siempre entendía esas silenciosas indicaciones de mi compañero y superior, y trabajaba con plena dedicación, aunque el mecánico siguiera tratándome distanciadamente, igual que al fogonero, y en las paradas siguiera revisando los engrasadores a presión, el ajuste de los tornillos en las bielas, los bujes de los ejes propulsores y todo lo demás. Recién acababa yo de revisar y engrasar alguna superficie de rozamiento, Máltsev la volvía a revisar y a engrasar como si no considerara válida mi labor.

- Aleksandr Vasílyevich, ya he comprobado esa cruceta, - le dije una vez cuando se puso a comprobar esa pieza después de mi.

- Quiero verla yo mismo, - contestó Máltsev sonriendo, y en su sonrisa había una tristeza que me asombró.

Más tarde comprendí el significado de su tristeza y la razón de su permanente indiferencia hacia nosotros. Él era consciente de su superiodidad sobre nosotros porque entendía con mayor exactitud la máquina y no pensaba que yo o cualquier otro pudiera entender el misterio de su talento, el misterio que le permitía ver al mismo tiempo al pasajero gorrión y la señal de enfrente, sintiendo al mismo tiempo la vía, el peso del tren y el esfuerzo de la máquina. Claro que entendía que podríamos superarle en empeño y dedicación, pero no podía imaginar que pudiéramos amar más que él la locomotora o conducir mejor un tren. Pensaba que era imposible hacerlo mejor. Por eso Máltsev se sentía triste en nuestra compañía, se aburría en su talento como se aburre uno en soledad, sin saber expresarlo de una manera que nosotros pudiéramos entender.

Y en verdad nosotros no podíamos alcanzar su destreza. Una vez le pedí que me dejara llevar el tren; Aleksandr Vasílyevich me permitió conducir unos cuarenta kilómetros y se sentó en el lugar del ayudante. Conduje y en veinte kilómetros ya acumulábamos un retraso de cuatro minutos. Llegaba al final de las pendientes prolongadas con una velocidad no superior a treinta kilómetros por hora. Luego condujo Máltsev: él subía las cuestas a cincuenta kilómetros, la locomotora no se le inclinaba hacia un lado al tomar las curvas como me pasaba a mi y enseguida recuperamos el tiempo que habíamos perdido conmigo.

2

Trabajé como ayudante de Máltsev durante casi un año, entre agosto y julio, y el 5 de julio Máltsev realizó su último viaje como conductor de expreso...

Tomamos un tren de pasajeros de ochenta ejes que venía con un retraso de cuatro horas. El controlador se acercó a la locomotora específicamente para pedir a Aleksandr Vasílyevich que redujera en la medida de lo posible el retraso para dejarlo, al menos, en tres horas, o tendría dificultades para dejar paso a un tren sin carga por la vía de al lado. Máltsev le prometió recuperar el tiempo y nos pusimos en marcha.

Eran las ocho de la tarde pero el veraniego día se alargaba y el sol brillaba con la misma solemne fuerza con la que brilla por la mañana. Aleksandr Vasílyevich me ordenó que mantuviera la presión del vapor en la caldera solo media atmósfera por debajo del límite.

En media hora salimos a la estepa, a un relieve de perfil suave y tranquilo. Máltsev aumentó la velocidad de la marcha hasta los noventa kilómetros y no bajaba de ahí; al contrario, en las rectas y en las pequeñas pendientes aumentaba hasta los cien. En las subidas yo forzaba al máximo la combustión y obligaba al fogonero a introducir carbón a mano en el hogar para impedir que bajara el vapor en la caldera.

Máltsev apretaba la marcha abriendo al máximo el regulador y cerrando por completo el inversor. Ahora nos dirigíamos hacia un gran nubarrón que estaba asomando sobre el horizonte. De nuestro lado, el nubarrón estaba iluminado por el sol y desde dentro estaba siendo desgarrado por furiosos y violentos relámpagos; nosotros contemplábamos como sus filos se clavaban verticalmente en la silenciosa y lejana tierra y nos alocadamente nos precipitábamos hacia delante, como acudiendo en su ayuda. Aleksandr Vasílyevich se sentía visiblemente atraído por el espectáculo: estaba muy asomado por la ventanilla, mirando hacia delante, y sus ojos, acostumbrados al humo, al fuego y al espacio, ahora brillaban entusiasmados. Él comprendía que la fuerza y el poder de nuestra máquina era comparable a la fuerza de la tormenta, y quizás ello le hacía enorgullecerse.

Pronto nos percatamos de un torbellino de polvo que corría por la estepa a nuestro encuentro. Eso significaba que la nube de tormenta también venía de frente hacia nosotros. La luz oscureció alrededor nuestro, la arena y la reseca tierra de la estepa silbaron y a rechinaron contra el metálico cuerpo de la locomotora, perdimos visibilidad. Yo arranqué la turbodinamo para alimentar la iluminación y encendí el faro frontal de la locomotora. Ahora nos costaba respirar por el caliente polvo del torbellino que entraba en la cabina con redoblada fuerza al empujar nosotros en el sentido contrario, por los gases de la combustión y por la súbita oscuridad que nos había envuelto. La locomotora se abría camino aullando a través de turbias y asfixiantes tinieblas, hacia la brecha abierta por la luz del faro frontal. La velocidad cayó hasta los sesenta kilómetros, nosotros seguíamos trabajando y mirando hacia delante como en un sueño.

De repente una pesada gota golpeó el parabrisas y al momento se secó, apurada por el árido viento. A continuación una instantánea luz azul prendió en mis pestañas y me penetró hasta lo hondo de mi estremecido corazón; me agarré de la llave del inyector pero el dolor en el corazón ya se había ido. Enseguida volví la vista hacia donde se encontraba Máltsev: él seguía mirando de frente y conduciendo la locomotora sin cambiar de expresión en su rostro.

- ¿Qué fue eso? - pregunté al fogonero.

- Un rayo, - contestó. - Fue a darnos pero falló por un poquito.

Máltsev oyó lo que decíamos.

- ¿Qué rayo? - preguntó alzando la voz.

- El que hubo ahora, - pronunció el fogonero.

- No lo he visto, - dijo Máltsev y se volvió nuevamente hacia fuera.

- ¿Que no lo ha visto? - se sorprendió el fogonero. - Yo pensaba que había explotado la caldera, de la luz que había, ¡y él dice que no lo ha visto!

Yo también dudé de que hubiera sido un rayo.

- ¿Y el trueno? - pregunté.

- El trueno lo dejamos atrás,  - aclaró el fogonero. - El trueno siempre suena más tarde: para cuando había golpeado el aire, nosotros ya habíamos pasado de largo. A lo mejor, los pasajeros, como estaban atrás, lo escucharon.

Luego entramos en el aguacero pero pronto lo rebasamos y salimos a la oscura y calmada estepa sobre la que reposaban, mansas y agotadas, las nubes.

La oscuridad se hizo total y empezó una tranquila noche. Llegaba hasta nosotros el olor de la tierra húmeda y los aromas de las hierbas y de los trigales empapados por la lluvia y la tormenta, mientras nosotros nos precipitábamos hacia delante recuperando el tiempo perdido.

Me di cuenta de que Máltsev estaba conduciendo peor: nos inclinábamos en las curvas y la velocidad ora subía hasta los ciento y pico kilómetros, ora bajaba a los cuarenta. Pensé que Aleksandr Vasílyevich debía de estar fatigado y por eso no le dije nada, aunque me costaba mucho mantener un ritmo de trabajo óptimo con esa forma de conducir. Sin embargo, en media hora deberíamos parar para coger agua y en la parada Aleksandr Vasílyevich podría comer algo y descansar un poco. Ya habíamos recuperado cuarenta minutos y recuperaríamos al menos otra hora antes del final de nuestro tramo.

Pese a ello, me preocupó el cansancio de Máltsev y yo mismo empecé a mirar atentamente hacia delante, hacia la vía y las señales. En mi lado, sobre la máquina izquierda, estaba suspendida una lámpara eléctrica encendida que iluminaba el agitado movimiento de las bielas. Yo veía bien su intenso y seguro funcionamiento pero entonces la lámpara perdió fuerza y empezó a alumbrar con escasa potencia, como una vela. Me volví hacia la cabina. Allí todas las lámparas alumbraban ahora a un cuarto de potencia, apenas iluminando los aparatos. Era extraño que Aleksandr Vasílyevich no me hubiera advertido de tal fallo en ese momento con unos golpes de llave. Era evidente que la turbodinamo no estaba dando las debidas revoluciones y la tensión se había desplomado. Intenté regular la turbodinamo a través del conducto de vapor y perdí mucho tiempo con el ingenio sin conseguir elevar la tensión.

En ese momento una mancha difuminada de luz roja pasó por las pantallas de los aparatos y por el techo de la cabina. Me asomé.

Delante, en la oscuridad, sin verse claramente si cerca o lejos, una línea de luz roja oscilaba sobre nuestra vía. No entendí lo que era pero supe lo que había que hacer.

- ¡Aleksandr Vasílyevich! - le grité y di tres bocinazos en señal de parada.

Se oyeron las explosiones de los petardos bajo nuestras llantas. Me lancé hacia Máltsev, quien giró hacia mi su rostro y me miró con ojos serenos y vacíos. La aguja del tacómetro señalaba una velocidad de sesenta kilómetros.

- ¡Máltsev! - grité. - ¡Estamos pisando petardos! - y alargué la mano hacia el mando.

- ¡Fuera! - exclamó Máltsev y sus ojos resplandecieron con el reflejo de la débil luz que iluminaba el tacómetro.

Al momento activó el freno de emergencia y cambió la posición del inversor.

Yo fui aplastado contra la caldera mientras oía como aullaban las llantas raspando los raíles.

- ¡Máltsev! - dije. - Hay que abrir las llaves de los cilindros o se romperá la máquina.

- ¡No! ¡No se romperá! - contestó Máltsev.

Nos detuvimos. Bombeé agua en la caldera con el inyector y me asomé. Delante nuestra, a unos diez metros, había una locomotora con el ténder mirando hacia nosotros. Sobre el ténder se encontraba una persona que tenía en las manos un largo atizador con un extremo al rojo vivo que agitaba intentando parar el tren expreso. Se trataba de una locomotora de empuje de un tren de mercancías que se había parado entre dos estaciones.

Así que mientras yo intentaba arreglar la turbodinamo sin mirar al frente, pasamos un semáforo en amarillo, luego otro en rojo, y probablemente más de una señal de aviso de los guardavías. ¿Pero por qué Máltsev no se había percatado de las señales?

- ¡Kostia! - me llamó Aleksandr Vasílyevich.

Me acerqué a él.

- ¡Kostia! ¿Qué tenemos delante?

Se lo expliqué.

- Kostia... sigue conduciendo tú la locomotora. Me he quedado ciego.

Al día siguiente llevé a nuestra estación el tren de vuelta y entregué la locomotora en el depósito porque dos ejes habían sufrido un ligero desplazamiento de las llantas. Tras informar al jefe del depósito del incidente, llevé a Máltsev de la mano hasta su domicilio. El propio Máltsev se encontraba profundamente deprimido y no fue a hablar con el jefe del depósito.

Aún no habíamos llegado hasta esa casa de la calle cubierta de hierbas en que vivía Máltsev cuando me pidió que le dejase solo.

- No puedo, - contesté. - Aleksandr Vasílyevich, es usted un invidente.

Me miró con ojos claros y pensativos.

- Ahora puedo verlo todo, vete a casa... Lo veo todo, mira, allí está mi mujer que ha salido a mi encuentro.

En la puerta de la casa en que vivía Máltsev había efectivamente una mujer expectante, la mujer de Aleksandr Vasílyevich, y su negro cabello brillaba al sol.

- ¿Tiene la cabeza cubierta o descubierta? - le pregunté.

- Descubierta, - contestó Máltsev. - ¿Quién está ciego: tú o yo?

- Pues nada, entonces tú verás, - resolví yo y me aparté de Máltsev.

3

Máltsev fue llevado ante los tribunales y empezó la investigación. El juez instructor me citó para preguntar lo que pensaba sobre el incidente del tren expreso. Yo contesté que no pensaba que Máltsev fuera culpable.

- Perdió la vista por una descarga cercana, por el golpe de un rayo, - dije al instructor. - Sufrió una conmoción y el nervio óptico fue dañado... No sé cómo expresarlo con precisión.

- Le entiendo, - pronunció el instructor, - habla usted con precisión. Todo eso es posible pero no responde a los hechos. El propio Máltsev ha declarado no haber visto el rayo.

- Yo mismo lo vi, y también el fogonero.

- Así que el rayo golpeó más cerca de ustedes que de Máltsev, - razonaba el instructor. - Entonces ¿por qué ni el fogonero ni usted sufrieron conmoción o se quedaron ciegos, mientras que el conductor Máltsev padeció una conmoción del nervio óptico y se quedó ciego? ¿Por qué, cree usted, que fue así?

Desconcertado, me quedé pensando.

- Máltsev no pudo haber visto el rayo, - dije.

El instructor me escuchaba extrañado.

- No pudo haberlo visto. Se quedó ciego instantáneamente: por el golpe de la onda electromagnética que precede al relámpago. El relámpago es una consecuencia de la descarga, no la causa del rayo. Máltsev ya estaba ciego cuando vimos el relámpago y por eso no pudo haberlo visto.

- Interesante, - sonrió el instructor. - Yo cerraría el caso de Máltsev si ahora también siguiera ciego. Pero usted sabe que ahora él ve igual que cualquiera de nosotros.

- Sí, es verdad, - le di la razón.

- ¿Estaba ciego, - proseguía el instructor, - cuando dirigió a una enorme velocidad el tren expreso contra la cola del tren de mercancías?

- Lo estaba, - me ratifiqué.

El instructor me miró atentamente.

- ¿Entonces por qué no entregó el mando de la locomotora a usted? ¿O al menos por qué no le ordenó detener el tren?

- No lo sé, - dije.

- Lo ve, - seguía el instructor. - Un hombre adulto y consciente dirige la locomotora de un tren expreso llevando a cientos de personas hacia una muerte segura, evita por casualidad la catástrofe, y luego se justifica diciendo que se había quedado ciego. ¿Qué es esto?

- ¡Pero si él mismo también habría muerto! - digo.

- Probablemente. Pero me interesan más las vidas de cientos de personas que la de una sola. A lo mejor, él tenía sus motivos para morir.

- No los tenía, - dije yo.

El instructor se volvió indiferente; ya se había aburrido de mi como de un estúpido.

- Lo sabe usted todo, salvo lo más importante, - meditando pausadamente dijo él. - Puede usted marchar.

Del instructor me dirigí al piso de Máltsev.

- Aleksandr Vasílyevich, - le dije, - ¿por qué no me pidió usted ayuda cuando se quedó ciego?

- Porque podía ver, - contestó él. - ¿Para qué te iba a necesitar?

- ¿Qué es lo que veía?

- Todo: la vía, las señales, el trigo en la estepa, el funcionamiento de la máquina derecha... lo veía todo...

Quedé desconcertado.

- ¿Entonces qué le pasó? Pasó de largo todos los avisos, se dirigía directamente a la cola del otro tren...

El ex mecánico de primera clase se quedó entristecido pensando y me contestó con voz apagada, como si hablara para sí mismo:

- Me había acostumbrado a ver la luz y pensaba que la estaba viendo, pero en realidad la estaba viendo solo en mi mente, en mi imaginación. En realidad, estaba ciego, pero yo no lo sabía. Ni siquiera creí en los petardos, aunque los escuché: pensé que había oído mal. Y cuando tú diste los bocinazos de parada y me gritaste, yo estaba viendo delante una señal en verde, no lo entendí al momento.

Ahora comprendí a Máltsev pero no sabía por qué no había explicado al instructor que, tras haberse quedado ciego, aún durante mucho tiempo siguió viendo el mundo en su imaginación creyéndolo real. Se lo pregunté a Aleksandr Vasílyevich.

- Se lo dije, - contestó Máltsev.

- ¿Y él qué dijo?

- "Eso, dijo, era su imaginación; a lo mejor también ahora está usted imaginando algo, no lo puedo saber. Yo lo que necesito es establecer los hechos, no su imaginación o sus pareceres. Su imaginación, tanto si existió como si no, yo no la puedo comprobar, existió solo en su cabeza, solo son sus palabras, pero la catástrofe que estuvo a punto de suceder, eso es real."

- Tiene razón, - dije.

- Ya sé que tiene razón, - asintió el conductor. - Yo también tengo razón, no soy culpable. ¿Qué va a pasar ahora?

- Irás a la cárcel, - le comuniqué.

4

Máltsev fue encarcelado. Yo seguía haciendo de ayudante pero ya con otro conductor: un viejo precavido que frenaba el tren un kilómetro antes del semáforo en amarillo, de manera que, cuando llegábamos hasta él, la señal ya había cambiado a verde y el viejo volvía a arrastrar el tren hacia delante. Eso no era trabajo, yo echaba de menos a Máltsev.

En invierno pasé por la capital regional y visité a mi hermano, un estudiante que vivía en una residencia universitaria. En el transcurso de la conversación salió que en la universidad, en el laboratorio de física, tenían un transformador Tesla para producir rayos artificiales. Una idea, todavía no muy clara, me empezó a rondar la cabeza.

Al volver a casa, recapacité algo más sobre el transformador Tesla y llegué a la conclusión de que estaba en lo cierto. Escribí una carta al instructor que en su momento había llevado el caso de Máltsev pidiéndole que sometiera al recluso Máltsev a una prueba para valorar el efecto que le causaban las descargas eléctricas. Si se demostraba que la mente o los órganos de visión de Máltsev eran vulnerables a una descarga eléctrica próxima y repentina, sería necesario revisar su caso. Indiqué al instructor dónde se encontraba la Tesla y cómo habría que realizar el experimento con el hombre.

El instructor tardó mucho en contestar pero luego me informó de que el fiscal regional había aceptado llevar a cabo el peritaje propuesto en el laboratorio universitario de física.

En unos días me llegó una citación del instructor. Acudí emocionado, seguro de antemano de que el caso de Máltsev tendría un desenlace feliz.

El instructor me saludó pero luego permaneció durante un largo tiempo en silencio, leyendo un papel con ojos tristes y yo iba perdiendo la esperanza.

- Ha fallado usted a su amigo, - dijo el instructor a continuación.

- ¿Por qué? ¿Se mantiene la sentencia?

- No. Dejaremos a Máltsev en libertad. La orden ya ha salido, es posible que Máltsev ya esté en su casa.

- Se lo agradezco. - Me levanté delante del instructor.

- Pues nosotros no se lo agradecemos. Nos ha dado un mal consejo. Máltsev ha vuelto a perder la vista...

Me senté en la silla, muy cansado. El alma se me había consumido de repente y me sentí sediento.

- Los peritos hicieron pasar a Máltsev, sin previo aviso, bajo el transformador Tesla, - me explicó el instructor. - Conectaron la corriente, se produjo un rayo y sonó un golpe seco. Máltsev pasó sin inmutarse pero ahora vuelve a no ver la luz: un dictamen médico-forense lo ha constatado de manera científica.

El instructor bebió agua y añadió:

- Ahora vuelve a ver el mundo solo en su imaginación... Es usted su compañero, ayúdele.

- Puede que aún le vuelva la vista, - expresé yo mi esperanza, - como pasó aquella vez, después de lo de la locomotra...

El inspector pensó.

- Difícilmente... Aquella lesión fue la primera, esta ya es la segunda. Una herida sobre otra.

Y sin poder contenerse más, el instructor se levantó e, inquieto, empezó a recorrer la habitación.

- Yo tengo la culpa... ¡Por qué le escucharía? ¿Por qué como un estúpido insistí en el peritaje! Expuse a un hombre a un riesgo que él no pudo soportar.

- Usted no tiene la culpa, usted no lo expuso al riesgo, - consolé al instructor. - ¿Qué es mejor: un hombre ciego pero libre o un inocente recluido que puede ver?

- Yo no sabía que tendría que probar la inocencia de ese hombre a costa de su desgracia, - dijo el instructor. - Es un precio demasiado alto.

- Usted es instructor, - le expliqué. - Debe saberlo todo sobre un hombre, incluso aquello que él no sabe de sí mismo...

- Le entiendo, tiene usted razón, - pronunció el instructor con voz apagada.

- No se atormente, camarada instructor... En este caso, los hechos estaban dentro de la persona mientras usted solamente los buscaba fuera. Pero usted supo entender su falta y actuó de manera noble con Máltsev. Yo le respeto.

- Yo también a usted, - reconoció el instructor. - Sabe, podría ser usted ayudante de instructor...

- Gracias pero estoy ocupado: soy ayudante de conductor en una locomotora de tren expreso.

Me fui. Yo no era amigo de Máltsev y él tampoco me había tratado con atención o preocupación. Pero quería protegerle de su amargo destino, sentía un fuerte rencor contra las fatales fuerzas que aleatoriamente y con indiferencia destruían a una persona; intuía un secreto e inaprehensible cálculo en esas fuerzas, en el hecho de que arruinasen precisamente a Máltsev y no, por ejemplo, a mi. Yo comprendía que en la naturaleza no existe un cálculo en el sentido humano, matemático, pero veía como se daban hechos que probaban la existencia de unas circunstancias funestas, hostiles a la vida humana, que derribaban a los mejores, a los elegidos. Sentí rabia y decidí rebelarme, sin saber todavía cómo hacerlo.

5

Al verano siguiente aprobé el examen de conductor y empecé llevar yo mismo una locomotora de la serie SU en líneas locales de pasajeros. Y casi siempre, cuando enganchaba la locomotora al tren estacionado en la parada, veía a Máltsev sentado en un banco pintado. Apoyándose con una mano en el bastón colocado entre sus piernas, dirigía hacia la locomotora su apasionado y atento rostro con vacíos ojos de ciego, inspiraba ávidamente el olor de la carbonilla y el aceite y escuchaba fijamente el rítmico funcionamiento de la bomba de vapor. Yo no tenía nada con qué consolarle y me iba mientras él se quedaba.

Pasaba el verano, yo trabajaba en la locomotora y con frecuencia veía a Aleksandr Vasílyevich, no solamente en el andén de la estación sino también por la calle, cuando caminaba lentamente tanteando el camino con el bastón. Se había demacrado y envejecido en los últimos tiempos; vivía con holgura, le habían asignado una pensión, su mujer trabajaba, no tenían hijos, pero la pesadumbre y el sinvivir carcomían a Aleksandr Vasílyevich, y su cuerpo enflaquecía por la continua aflicción. A veces yo conversaba con él pero me daba cuenta de que le aburría charlar de cosas insignificantes y conformarse con el cortés consuelo de que un ciego también es una persona totalmente válida y con derechos que yo le ofrecía.

- ¡Largo! - decía él tras escuchar mis bienintencionadas palabras.

Pero yo también tenía mi genio y una vez que él, como de costumbre, me ordenó que me largase, le dije:

- Mañana a las diez treinta llevaré un tren. Si te quedas sentado y en silencio, te dejaré ir en la locomotora.

Máltsev aceptó.

- Está bien. Estaré tranquilo. Dame algo para tener en las manos, el inversor, por ejemplo, no lo voy a mover.

- ¡Claro que no lo vas a mover! - le confirmé. - Si lo mueves, te pondré un trozo de carbón en las manos y no volveré a subirte a la locomotora.

El ciego calló. Tenía tantas ganas de volver a estar en la locomotora que se sometió a mi.

El día siguiente le invité a cambiar el banco pintado por la locomotora y bajé para ayudarle a subir a la cabina.

Cuando nos pusimos en marcha, senté a Aleksandr Vasílyevich en mi lugar, el de conductor, y le puse una mano en el inversor y otra en el freno automático, y encima de sus manos puse las mías. Yo movía mis manos según era necesario y sus manos trabajaban junto a las mías. Máltsev permanecía en silencio y obediente, disfrutando del movimiento de la locomotora, del viento en la cara y del trabajo. Se concentró, olvidó su pena de invidente y una sosegada alegría iluminó el demacrado rostro de ese hombre para el que la dicha suprema estaba en sentir la máquina.

De manera parecida hicimos el camino de vuelta. Máltsev se sentó en el puesto del mecánico y yo me quedé de pie, inclinado junto a él, con mis manos encima de las suyas. Máltsev ya se había adaptado tan bien a esa forma de trabajar que me bastaba con una leve presión sobre su mano para que él supiese exactamente lo que yo necesitaba de él. El antaño gran maestro de la locomotora se afanaba en superar la insuficiencia de visión y percibir el mundo por otros medios para poder trabajar y justificar su existencia.

En los tramos tranquilos incluso me apartaba de Máltsev y observaba el camino que teníamos por delante desde el puesto de ayudante.

Nos encontrábamos ya en los accesos a Tolubéyev; marchábamos sin retraso y el trayecto de turno llegaba sin contratiempos a su fin. Pero en el último trecho nos encontramos con un semáforo en amarillo. Decidí no reducir la marcha antes de tiempo y nos dirigimos hacia el semáforo a todo vapor. Máltsev estaba tranquilo, con la mano izquierda en el inversor, y yo observaba a mi maestro con una recóndita esperanza...

- ¡Corta el vapor! - me dijo Máltsev.

Yo no dije nada, sufriendo con todo mi corazón.

Entonces Máltsev se levantó de su sitio, alargó la mano hasta el regulador y cortó el vapor.

- Veo la luz amarilla, - dijo y tiró de la palanca del freno.

- ¡A lo mejor solo vuelves a imaginarte que ves la luz! - dije yo a Máltsev.

Giró su rostro hacia mi y lloró. Por respuesta, me acerqué y le besé.

- Conduce la locomotora hasta el final, Aleksandr Vasílyevich, ¡ahora ves la luz!

Terminó de llevar la locomotora hasta Tolubéyev sin mi ayuda. Después del trabajo, fui con Máltsev a su piso y allí nos quedamos sentados toda la tarde y toda la noche.

Yo temía dejarle solo, como a un hijo propio, desprotegido ante la acción de súbitas y hostiles fuerzas de nuestro mundo bello y feroz.

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