lunes, 3 de marzo de 2014

Rusia tras el Maidán y la Olimpiada


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Editorial de la revista Rabkor.ru
Traducido por Antonio Airapétov
Texto original

Por alguna razón, la oposición (y no solamente la liberal) asociaba la caída del régimen de Putin con el esperado fracaso de los Juegos Olímpicos de Sochi. Al parecer, los políticos del Kremlin razonaban del mismo modo y por eso hicieron todo lo posible para garantizar el éxito del espectáculo deportivo de Sochi. Claro que robaron en la preparación. Robaron y se repartieron fabulosas, impensables cantidades sin precedente alguno no solamente en la historia del deporte sino en la historia mundial. Pero la jefatura del Kremlin, en su inefable sabiduría, asignó para los Juegos Olímpicos tanto dinero que, incluso con un nivel de latrocinio total, astronómico y universal, los recursos habrían seguido siendo sobradamente suficientes para la exitosa celebración de los Juegos. Y fue lo que pasó.
No solo la implementación técnica de los Juegos estuvo a la altura sino que además el éxito de la selección rusa superó todas las expectativas. Es irrelevante si lo aseguró el soborno de los deportistas y entrenadores extranjeros o si fue también una inversión desorbitada en el deporte (no hay ni grado de comparación entre las inversiones que recibió el equipo ruso y el noruego, que ocupó la segunda posición). Tampoco importa lo que pasará con la ciudad de Sochi tras los Juegos, con unas instalaciones para deportes de invierno construidas en un área subtropical. Como ya se sabe, “no se juzga a los vencedores”. Al menos, no hasta que se convierten en vencidos.
Los propagandistas están de celebración. Los exitosos Juegos se convierten en otra “grapa interna” que nos enseña a “creer en Rusia”. El patriotismo de la lealtad al Estado nos obliga no solamente a alegrarnos por nuestros (que ahora se han convertido en “nuestros”) deportistas, sino también de creer en la racionalidad y la eficacia del poder actual, en la inocuidad de la corrupción, y en la justicia del desfalco institucional.
Pero la mala suerte hizo coincidir los Juegos con la sublevación y el golpe en Ucrania. Lo sucedido en Kiev pertenece a esa clase de episodios históricos cuando una sublevación tiene éxito y, nos guste o no, cambia de nombre. Ahora se llama, por ejemplo, “revolución nacional”. Y se coloca a la misma altura que otras “revoluciones nacionales” de la primera mitad del siglo pasado.
Pero las cosas están lejos de estar definidas y cerradas. Los vencedores de Kiev, a diferencia de los de Sochi, no podrán limitarse a proclamar el resultado y marchar: la verdadera lucha acaba de empezar y su resultado final no está de ninguna manera predefinido.
Todavía no sabemos quién tomará la delantera en Ucrania. Lo que sí sabemos seguro es que el poder que semanas atrás existía en el país vecino, se ha desintegrado. Y por terribles y lamentables que puedan ser las futuras consecuencias del Maidán, no podemos dejar de alegrarnos. En enero, en las calles de Kiev se enfrentaban dos fuerzas igualmente reaccionarias. Ahora solo una ha sobrevivido.
El monstruo ha adquirido un nuevo, particular rostro y el enemigo se ha concretado. El potencial “mal menor” se convirtió en un mal real y práctico, ese Mal con mayúscula contra el que debemos concentrar todas nuestras fuerzas y pensamientos.
Los medios de comunicación oficiales de Rusia centran esmeradamente la atención de los espectadores en los diferentes excesos cometidos en Ucrania. Pero este tipo de excesos acompañan inevitablemente cualquier golpe, cualquier revolución, cualquier relevo violento en el poder, y por sí mismos no dicen nada acerca de los nuevos gobernantes de Kiev ni del camino que tomarán próximamente los acontecimientos.
Es mucho más importante el hecho de que los vencedores de Kiev no solo carecen de un plan para cambiar la situación económica y social del país sino que las pocas medidas que proponen no pueden sino empeorar radicalmente el estado de las cosas. Discutiendo de todas las maneras posibles los matices políticos de los acontecimientos de Ucrania, debatiendo sobre si los combatientes del “Sector Derecho” irán directamente a por rusos y judíos, o si los sensatos políticos burgueses los contendrán dentro del marco de lo razonable para dar una apariencia respetable con vistas a una ilusoria “opción europea”, estamos prestando muy poca atención al análisis social de lo que está sucediendo. Este análisis sería muy necesario al día de hoy para comprender no solamente lo que ha pasado sino también para pronosticar el futuro.
Tradicionalmente la política ucraniana se caracterizaba por la lucha entre la oligarquía industrial del Este y los clanes burgueses de otras regiones que controlaban sectores mucho menos lucrativos de la economía. Tratando de oponerse a los oligarcas de Donetsk, estos grupos no solamente consiguieron aliarse con gran parte de la clase media y pequeña burguesía: también apostaron por la movilización de masas marginales de Ucrania Occidental. Y la clave aquí no es la diferencia lingüística, religiosa o cultural, sino el hecho de que para decenas de miles de jóvenes de las regiones occidentales, sin perspectivas, sin empleo, la participación en la “revolución nacional” se convirtió en la única oportunidad de sus vidas, en la única ocupación que les proporcionaba cierta perspectiva existencial.
Ya no hay necesidad de entrar en el detalle de esta oposición, de relatar como el clan de Donetsk se granjeó numerosas enemistades con su agresiva política contra los empresarios de Kiev, ni cómo se debatía entre Moscú y Bruselas el gobierno de Yanukóvich, al enfrentarse a la crisis financiera. Podemos limitarnos a constatar el fracaso total de esta política: en su período de gobierno la administración de Yanukóvich no solo no consolidó ni amplió su base social sino, al contrario, desagradó a todo el mundo, provocando una generalizada indignación y causando un auténtico estallido social cuando diferentes fuerzas y organizaciones marcharon contra el poder.
Sin embargo, lo fundamental no es quién integró el Maidán sino qué fuerzas estuvieron mejor organizadas y preparadas para pelear por el poder y qué grupos se lo van a repartir ahora. La alianza improvisada de una clase media indignada, intelectuales nacionalistas, pequeña burguesía desclasada y marginales pudo haberse dado en el Maidán pero no definirá la política en lo sucesivo.
Los marginales y la pequeña burguesía que se han apoderado de la capital de Ucrania no tienen capacidad para dirigir ni para consolidar su sociedad. El poder real se encuentra en manos de las facciones del empresariado previamente marginadas que sueñan con la revancha y con un nuevo reparto de la propiedad. Sin embargo, no pueden conseguir sus objetivos sin apoyarse en los mismos marginales que serán su principal apoyo: una nueva “guardia de hierro”.
Allí está justamente la principal diferencia de la actual “revolución nacional” ucraniana de los numerosos golpes fascistas y “revoluciones nacionales” que se han producido con anterioridad: la clase gobernante no se consolida en torno al nuevo régimen sino que se encuentra dividida. No cabe esperar por ello la menor estabilidad o hegemonía ideológica.
En el pasado, los regímenes nacionalistas de derechas no solamente habían retenido el poder a punta de bayoneta, violencia policial y terrorismo de tropas de asalto: también habían sido capaces de asegurar una cierta consistencia ideológica a la sociedad, la lealtad de toda la clase gobernante, y apoyos en las bases sociales con una eficaz política económica de fomento industrial. La revolución ucraniana no puede ofrecer nada parecido. Tampoco lo pretende.
Pero si la consolidación ideológica no es posible, solo queda apoyarse en la violencia. En estas circunstancias, las nuevas autoridades, tratando de establecer y de conservar el control sobre una sociedad que no se somete a su influencia, evolucionará hacia unos rasgos cada vez más autoritarios o bien asumirá el progresivo ascenso del caos. En ambos casos, los excesos actuales, con o sin el visto bueno de los políticos, mañana se convertirán en norma. Pero eso también implicará inevitables respuestas por parte de aquellas fuerzas sociales que se han quedado fuera del “nuevo orden”.
Todo depende, claro está, de la correlación de fuerzas. La sensatez de las nuevas autoridades será proporcional a la resistencia que se les oponga. A medida que se descompone el sistema político construido con Yanukóvich y se desintegra el Partido de las Regiones, esta resistencia no solo no irá a menos sino, al contrario, aumentará, habiéndose liberado del control burocrático y de los cuadros impuestos por la oligarquía. El primer paso en este sentido ha sido dado por el congreso de Járkov de los diputados populares que, de facto, han entregado el poder en el Este y Sur del país a los autogobiernos locales. Es decir, Kiev ya no se enfrenta al viejo y ruinoso edificio vertical del anterior régimen, sino a una nueva estructura en red, compuesta, eso sí, por los antiguos, no siempre operativos, cuadros.
¿No es la resistencia en red el ideal de los anarquistas, la resurrecta herencia de Néstor Majnó? La diferencia principal es que en este caso las personas que se han situado en las posiciones clave de esta red, digan lo que digan ahora, están muy alejadas de los ideales socialistas y revolucionarios del pasado. Para que la resistencia sea eficaz, deben encabezarla cuadros nuevos y deben inspirarla nuevas ideas. Este es el objetivo histórico de las izquierdas ucranianas. Esta es su oportunidad histórica.
Solo una lucha por las reformas sociales y económicas a favor de los trabajadores, no los llamamientos al restablecimiento del “orden constitucional” de Víktor Yanukóvich, pueden constituir una alternativa al nuevo orden. El recrudecimiento de la crisis económica hace objetivamente necesarios estos cambios. Lo que se necesita no es una nueva oleada de reformas neoliberales, ni el catastrófico dadas las condiciones actuales intento de abandonarlo todo a merced del mercado, ni un nuevo reparto de la propiedad entre los nuevos clanes, ni el espejismo de la integración europea, sino medidas radicales para la recomposición de la regulación estatal, movilización del potencial industrial (inclusive mediante nacionalizaciones), fomento de la ocupación y ayudas a la población.
De la capacidad de las izquierdas ucranianas de convertirse, si no en líderes, al menos en el núcleo ideológico de una nueva coalición para la resistencia, dependerá no solo el futuro del país vecino sino también en gran medida el futuro de la democratización de Rusia.
Al día de hoy, los acontecimientos de Ucrania no animan al común de nuestros ciudadanos a unirse a la oposición sino, al contrario, lo disuaden en beneficio del statu quo. Si el cambio se asocia al autoritarismo y al caos, si la “nueva Ucrania” lanza la consigna de la rusofobia, los críticos del “maldito régimen putiniano” que se identifican con esa “nueva Ucrania” difícilmente podrán ganarse las simpatías de nuestros conciudadanos.
Sería diferente si en los próximos meses viésemos en Ucrania no solo ejemplos de reacción nacionalista sino también modelos de resistencia organizada. Lo más curioso es que los medios de comunicación, por razón de sus intereses geopolíticos, así como por sus inercias ideológicas, se verán forzados a dar cobertura a estos modelos y ejemplos, mostrando así a las provincias rusas cómo se puede resistir a una capital tomada por el enemigo. Y la memoria de los récords olímpicos de 2014 puede dejar de ser un argumento a favor de la lealtad y la pasividad, y animar a una nueva acción autónoma, en aras de los intereses reales, no pretendidos, de Rusia.

Si a todo esto se suma el inevitable avance de la crisis económica en las regiones y el recrudecimiento de sus contradicciones con Moscú, estos modelos rápidamente encontrarán imitadores en nuestro país. En ese caso los destinos de Rusia y Ucrania podrían resultar bastante más parecidos de lo que muchos piensan al día de hoy.

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