lunes, 9 de mayo de 2016

Urfin Jus y sus Soldados de Madera - El nuevo gobernante del País Esmeralda

El segundo libro de Aleksandr Vólkov sobre el Mágico País, publicado en 1963, es la continuación autónoma de su adaptación de El Mago de Oz de Frank Baum.

A la muerte, en el primer libro, de la malvada bruja Guinguema, su carpintero Urfin Jus se proclama heredero de sus oscuras artes. Sin embargo, los masticadores, el pueblo al que pertenece, no le hace demasiado caso. Un día descubre, por accidente, la receta de un polvo mágico con el poder de traer a la vida cualquier objeto inanimado y, con su ayuda, crea un ejército de soldados de madera: los rompeleños. Aprovechando una ausencia de Goodwin (el Mago de Oz en la versión de Vólkov), Urfin toma la Ciudad Esmeralda y apresa al Espantapájaros y al Hombre de Hojalata. Pero estos consiguen enviar un mensaje a Ellie (Dorothy) para que acuda a su rescate...

He aquí el último capítulo de la primera parte del libro.





El nuevo gobernante del País Esmeralda

Tras apoderarse de la Ciudad Esmeralda, Urfin Jus dio muchas vueltas a la cuestión de cómo deberían dirigirse a él a partir de ahora. Finalmente eligió el siguiente título para su persona: «Urfin Primero, poderoso rey de Ciudad Esmeralda y países colindantes, soberano bajo cuyas botas yace el Universo».

Los primeros en oír cómo suena el nuevo título fueron Pisotón y Guamoco. El bueno del oso se admiró ante la rimbombancia de la denominación real pero el búho entornó misteriosamente sus amarillos ojos y propuso:

— Antes de nada, que se lo aprendan los cortesanos.

Jus decidió seguir su consejo. Llamó a la sala del trono a Ruf Bilán y a algunos otros altos funcionarios de la corte y, palpitando de orgullo, pronunció el título dos veces seguidas. A continuación ordenó a Bilán:

— ¡Repita, señor Gobernador Supremo del Estado!

El menudo y regordete Ruf Bilán se puso morado de miedo ante la severa mirada de su señor y balbuceó:

— Urfin Primero, poderoso rey de la Ciudad Esmeralda y países colorantes, soprano cuyas botas yacen en el Universo.

— ¡Mal! ¡Muy mal! — hoscamente le recriminó Urfin Jus y dirigió su mirada a otro de los presentes. — ¡Ahora usted, supervisor jefe de tenderos y puestos callejeros!

Y el otro, tartamudeando, pronunció:

— Hay que dirigirse a usted como Urfin Primero, rey preferente de Ciudad Esmeralda y países ilimitados que pace con botas el Universo…

Se escuchó una tos ronca y ahogada: era el búho Guamoco que intentaba contener la risa que se había apoderado de él.

Rojo de ira, Urfin echó a los cortesanos.

Tras de varias horas de reflexión, decidió acortar el título que en lo sucesivo sonaría de la siguiente forma: «Urfin Primero, poderoso rey de Ciudad Esmeralda y todo el Mágico País».

Los cortesanos se volvieron a reunir en la sala del trono y en esta ocasión consiguieron superar la prueba. El nuevo título fue promulgado y se advirtió al pueblo de que su distorsión sería castigada como alta traición.

Para celebrar el nuevo título real de Urfin se convocó un grandioso festejo popular. A sabiendas de que ninguno de los habitantes de la ciudad o sus alrededores iba a asistir de buena gana, el Gobernador Supremo y el general Lan Pirot tomaron las medidas oportunas. De noche, en vísperas del festejo, mientras todos dormían, los rompeleños recorrieron las casas despertando a los habitantes y arrastrándolos, todavía medio dormidos, a la plaza del palacio. Una vez allí, se les dejaba dormir o mantenerse despiertos, siempre que no se marcharan.

Por eso, cuando Urfin apareció en el balcón del palacio ataviado con un lujoso manto real, vio en la plaza congregada una gran muchedumbre. Sonaron algunos dispersos hurras lanzados por partidarios de Urfin y soldados de madera.

Sonó la orquesta. Pero no era la misma orquesta cuya primorosa destreza era conocida por todo el país. A pesar de las amenazas recibidas, los músicos se negaron a tocar y sus instrumentos fueron entregados a cortesanos y soldados de madera. Los rompeleños se quedaron con instrumentos de percusión: tambores, platillos, triángulos y timbales. Y los cortesanos recibieron los de viento: trompetas, flautas y clarinetes.

¡Cómo tocaba aquella orquesta creada a golpe de decreto!

Las trompetas ronqueaban, los clarinetes aullaban como gatos enfurecidos, los tambores y los timbales retumbaban desacompasadamente… Aunque, de todas formas, los rompeleños ponían tanto empeño en aporrear los tambores con sus baquetas que las membranas pronto reventaron y quedaron en silencio. Los platillos de cobre enseguida cascaron y empezaron a cencerrear como unos descosidos. Y entonces una alegría descontrolada se apoderó del pueblo reunido en la plaza. Unos se retorcían de la risa y se tapaban las bocas con una mano, aunque desenfrenadas carcajadas se abrían paso al exterior. Otros caían al suelo y allí se quedaban, agotados de tanto reír.

El cronista de la corte apuntó en su libro que esta alegría popular se había debido a lo contenta que estaba la gente por el ascenso del poderoso rey Urfin Primero al trono.

La ceremonia se clausuró con la invitación de todos los asistentes a un banquete en el palacio real.
Guinguema engullía con deleite ratones y sanguijuelas, el manjar favorito de los magos. Pero Urfin, pese a la insistencia del búho Guamoco, no se atrevía a tragar una sola sanguijuela ni a comerse un ratón. Pero había ideado un astuto engaño.

En vísperas del banquete el chef Baluol fue llamado por Urfin y mantuvo con él una larga conversación a solas. A la salida de la reunión, el gordinflón hacía terribles muecas para contener al risa. El chef lo habría dado todo por poder contar a alguien el secreto que ahora compartía con Urfin. ¡Pero no! Se le había prohibido contarlo bajo amenaza de muerte. Baluol echó de la cocina a todos los pinches, cerró las puertas y se puso manos a la obra.

El banquete estaba llegando a su fin. Los cortesanos habían vaciado muchas copas a la salud del emperador.

Urfin presidía la mesa sentado en el trono de Goodwin que había sido trasladado desde la sala del trono para que a nadie se le olvidara ni por un instante la grandeza del conquistador. Las esmeraldas habían sido retiradas de todas partes salvo del trono, de forma que el resplandor de las piedras preciosas alumbraba la lúgubre y seca expresión de Urfin Jus, haciéndola todavía más desagradable.

El búho Guamoco posaba sobre el respaldo del trono, con sus ojos amarillos entrecerrados somnolientamente. A su lado, el oso Pisotón vigilaba atentamente a los huéspedes, dispuesto a fustigar a cualquiera que no mostrase la debida reverencia a su señor.

Las puertas se abrieron y entró el chef gordinflón con dos platos sobre una bandeja dorada.

— ¡Los manjares preferidos de Su Majestad ya están servidos! — anunció y colocó los platos ante el rey.

Los cortesanos se echaron a temblar al ver lo que había traído el chef. En un plato se amontonaban ratones ahumados con rabitos retorcidos en forma de espiral, mientras que el otro estaba lleno de negras y viscosas sanguijuelas.

Urfin dijo:

— Nosotros, los magos, tenemos nuestros propios gustos que vosotros, la gente común, quizá encontréis algo extraños.

El oso Pisotón farfulló:

— ¡A ver quién es el listo que encuentra extraños los gustos del amo!

Ante el sepulcral silencio de los asistentes, Urfin se comió varios ratones ahumados y se acercó a los labios una sanguijuela que se retorció entre sus dedos.

Los cortesanos bajaron las miradas y solamente el Gobernador Supremo Ruf Bilán seguía mirando con devoción a su señor.

¡Cuán extrañados habrían quedado quienes presenciaron esta rara escena de conocer el secreto que guardaban el rey y su chef. El mágico alimento en realidad era una ingeniosa farsa: los ratones eran de tierna carne de conejo y las sanguijuelas habían sido elaboradas por Baluol con dulce masa de chocolate, mientras que sus retortijones eran resultado de su habilidosa manipulación por parte de Urfín Jus.

Con esta treta Urfin pretendía matar dos pájaros de un tiro: convencer al búho de que se había convertido en un mago de verdad y sorprender y asustar a sus súbditos.

El primer objetivo había sido logrado: Guamoco, que no discernía bien a la luz de las velas, se había dejado engañar y asentía con aprobación. La segunda idea de Urfin también había funcionado a la perfección.

De vuelta del banquete los gobernadores y los consejeros relataron a sus familias lo que habían visto, no sin permitirse, claro está, cierta exageración.

Y por todo el país se corrió la voz de que el mago Urfin se había dedicado a tragar serpientes y lagartijas vivas en el banquete. Esta noticia llenó los corazones de la gente de asco y horror.

Tres días más tarde el cronista de la corte presentó un amplio informe con irrebatibles pruebas que demostraban que Urfin provenía de un antiguo linaje real que en algún tiempo había gobernado el Mágico País.

De lo cual el cronista extraía dos importantes conclusiones. Una era que Urfin se había hecho con el trono de forma legítima, en tanto que heredero de los antiguos señores. Y la otra, que las magas Estela y Vilina se habían apoderado ilegítimamente de las tierras de Urfin, por lo que era urgente declarar la guerra a las descaradas usurpadoras y privarlas de las posesiones que se habían arrogado.

En recompensa por sus esfuerzos el cronista recibió un portavasos de plata de los que habían sido requisados a los mercaderes pero aún no habían aterrizado en la despensa del palacio.

Para vigilar a las gentes y controlar a los descontentos Urfin Jus había decidido crear una policía. Los soldados eran demasiado aparatosos para ese fin.

Jus elaboró un modelo de policía y confió el resto del trabajo a sus aprendices. En poco tiempo los policías habían inundado la ciudad y sus alrededores.

Los policías eran más flacos y más débiles que los soldados pero sus largas piernas les conferían una extraordinaria agilidad y sus enormes orejas les permitían espiar cualquier conversación. Para acelerar la producción los aprendices dotaban a los policías de tallos con numerosas ramificaciones en lugar de manos y podaban aquellas ramas que debían servir de dedos si estas resultaban demasiado largas. Como resultado algunos policías contaban con siete o diez dedos en cada mano pero Urfin estimó que en realidad se trataba de una ventaja que les permitiría atenazar con más agilidad. El rey armó a su policía con tirachinas y muy pronto, gracias a las prácticas de tiro, los agentes adquirieron una excepcional destreza en el manejo de esas armas.

El jefe de la policía tenía las piernas más largas, las orejas más grandes y más dedos en cada mano que sus subordinados y disfrutaba del privilegio de ser recibido en cualquier momento por Urfin Jus para tenerle informado, igual que el Gobernador de Estado.

En el sótano del palacio trabajaban sin descanso, día y noche, los antiguos soldados, ahora ascendidos a sargentos verdes y azules y reconvertidos en expertos carpinteros. De sus manos salían uno tras otro rompeleños descabezados que apilaban en una esquina del taller. A un lado se amontonaban las bolas de madera que les habrían de servir de cabezas. Para cada pelotón se fabricaba un cabo de madera roja.

Por las noches Urfin Jus se encerraba en un cuarto especial donde tallaba los rostros y colocaba los botones rojos, verdes o violetas en lugar de ojos. Fijaba las cabezas a los cuerpos y espolvoreaba los polvos vivificantes por encima de los soldados. Traídos así a la vida, los nuevos reclutas del ejército de rompeleños se pintaban y, tras un secado, eran conducidos al patio de atrás donde los cabos y el general de palisandro Lan Pirot, cuyo agujero en la cabeza ya había sido tapado y pulido por Urfin Jus, se encargaban de su adiestramiento.

Por la puerta del palacio salían desfilando uno tras otro pelotones comandados por cabos…

El ejército de Urfin Jus se acercaba a los ciento veinte soldados. Las patrullas recorrían sin cesar la ciudad y sus alrededores. Pelotones enteros eran enviados al País Azul de los masticadores y al País Violeta de los guiñadores para que los lugartenientes reales pudieran mantener sometidos a esos pueblos.

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