viernes, 18 de septiembre de 2015

Chukovski relata su encuentro con Mayakovski

El veterano escritor soviético Korney Chukovski relata en programa radiofónico grabado en 1965 su encuentro con el todavía no consagrado como poeta Vladímir Mayakovski. Transcripción con traducción al español.



«En aquel momento, todavía no había sido publicado ningún libro de Mayakovski. Solo nos llegaban de él algunos cuadrenos, elaborados de forma artesana, en los que se reproducían sus versos. Y yo me lo imaginaba, no sé por qué, con escasa estatura y... muy desgraciado. Porque en sus poemas se podían leer cosas como:
¡Es mi alma la que está,
cual jirones de nube desgarrada
en el cielo calcinado,
en la oxidada cruz del campanario! 
Y más triste todavía:
¡Estoy solo, como el último ojo
de un hombre que va hacia los ciegos! 
[traducción de los poemas de Alfredo Gurza]
Sus versos me gustaban. Yo en aquel entonces era muy importante, es decir me creía muy importante porque era crítico en el periódico de más difusión: La Palabra Rusa. Y se me ocurrió que podría animar a un joven talento si me dirigía a ese desgraciado, como me parecía a mí, autor con algunas palabras de aprobación y le hacía saber que me gustaban sus versos.

Llegado a Moscú desde San Petersburgo, en una tarde de visita en el círculo artístico-literario de Bolshaya Dmítrovka, supe que Mayakovski se encontraba allí mismo, en la sala de billar, junto al restaurante. Alguien le había dicho que yo quería verle. Salió a mi encuentro con el ceño fruncido y el taco en una mano y me preguntó con hostilidad: "¿Qué es lo que quiere?" Saqué del bolsillo su libro y me lancé con entusiasmo a explicarle lo que pensaba de él. No me prestó más de un minuto de atención, no tenía ni sombra del interés con el que escuchaban los jóvenes autores a influyentes críticos, y finalmente, ante mi asombro, pronunció: "Estoy ocupado. Disculpe, me están esperando. Si quiere usted alabar este libro, hágame el favor de acercarse a la mesa de aquella esquina, ¿la ve? Donde está el anciano de la corbata blanca... Explíqueselo todo a él." Lo dijo cortésmente pero con firmeza. "¿Qué tiene que ver un anciano en todo esto?" "Estoy cortejando a su hija. Ella ya sabe que soy un gran poeta, pero su papá aún alberga dudas. Así que dígaselo usted." Quise ofenderme pero me salió la risa y me acerqué al anciano. A ratos Mayakovski aparecía en el marco de la puerta, siguiendo atentamente el desarrollo de mi parlamento, haciéndome no sé qué señas y volviendo a desaparecer dentro de la sala de billar.

Tras ese encuentro, comprendí que era del todo imposible apadrinar a Mayakovski. Era de los que no se apadrinan. Los poetas principiantes —de los que yo he conocido muchos— normalmente se mostraban serviciales en su trato con los críticos. Pero Mayakovski, desde la más temprana juventud, lo que irradiaba era majestuosidad. Ya por aquel entonces se intuía en él un hombre de gran destino, de histórica misión. No es que fuera altivo, pero caminaba entre la gente como un Gulliver. Y aunque él no hacía nada por que los demás se sintiesen liliputienses a su lado, resultaba, de un modo natural, que ni los más arrogantes e insolentes podían mirarle de arriba abajo.»

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